Luis Alberto
Arellano, in memoriam.
De estar entre nosotros, Luis
Alberto Arellano estaría, junto conmigo, riéndose de lo kitsch que se ve mi
vestimenta. Sin embargo, habría entendido aquello de que el jorongo me cambió
la vida. Siendo como era, me habría incitado a continuar escribiéndome
recomendándome a bien algún libro de difícil acceso. Conservo de Arellano tres
lecturas: 1) como profesor, un sujeto imponente, enciclopédico: la nostalgia me
recuerda a Bouvard y Pécuchet, un joven y modesto empleado de la poesía en
medio de la vorágine del mundo que habitamos. Exigente, preciso y constante. Su
clase de crítica literaria fue un oasis. Con mucho cariño conservo todos los
proyectos que hicimos en clase, aún nutren mi escritura; de igual manera
conservo grabada en piedra la anécdota de Novo, el Gigante y la boda de
Villaurrutia. Aunque a veces creo que era puro cuento de él. 2) Le conocí como
poeta-oficial, aunque sólo se le rinda homenaje por unos cuantos y por muchos
otros de dientes para afuera. Los comentarios en torno a su obra son siempre
sesudos, sencillos, rápidos, tonantes; estaba rodeado de muchos otros
extraterrestres, dicen. Prefiero llamarles humanos de gran corazón. 3) Y
finalmente, le conocí como poeta. Un planeta con su propia gravedad es la
poética de Arellano; un recorrido eléctrico por las venas ocultas del quehacer
alternativo de la poesía. Como el verso de Ungaretti, quien se adentra en su
lectura se ilumina de inmensidad.
Depende
de la mitología, se nos nombra: santos, locos, poetas, extraterrestres. Sergio
Ernesto Ríos le llama el último de los poetas Napster, gamers; el primer poeta
iphone en el ensayo/prólogo/poema que abre las puertas a su Obra (In)completa
(Herring Publishers, 2018). Añadiría, con precaución y para jugar con los
bestiarios, como él en Contranatura y siguiendo el río de lo híbrido, que Luis
Alberto Arellano fue un Centauro como los que antaño habitaban el mundo. Un ser
con una verdad a cuestas y sin pelos en la lengua para nombrarla y hacer llover
en los días más calurosos y faltos de nubes; un practicante de medicinas
chamánicas/proféticas, es decir, poéticas. Pero sobre todo, era él un
provocador. Y eso me hace concluir con una serie de preguntas: ¿qué diría
nuestro Arellano del actual secuestro cultural en que, dicen, se halla esta
ciudad neocolonial posbarroca? ¿qué opinión le habrían de merecer los pequeños
caciques reunidos en grupos de poder enquistados que llaman a otros poetas:
juglares contemporáneos? Seguidos de una risita socarrona. ¿Le habría tenido él
miedo, o habría sabido por qué todos le temen a Margarita Ladrón de Guevara?
¿habría también él guardado silencio sobre el genocidio en Gaza por un puñado
de migajas? ¿habría guardado silencio por la proyección de una bandera
extranjera de dudosa manufactura ideológica en Plaza de Armas? Mientras más lo
leo, más claras me son las respuestas. Nos urge encontrar el chanchilibro
Escribir Poesía en México.
Se nos fue muy
pronto, como las mitologías; sin embargo, dejó en la arena su marca el Centauro
en huida; y si, como decía él: nunca es la medida de lo eterno, guardémonos de
nunca recordarlo.
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